Saludos. Saludos, amigos. Mi nombre es Sylvain D'Americ y soy un viajero de las tierras amables que, por avatares del destino y por hallarse en posesión de un espíritu noble y viajero, acabó en las frías tierras del Valle. Y en no mala compañía: Caralath el arquero valense y Caralath, el bárbaro más grande que jamás he visto.
Hemos pasado por bastantes cosas juntos, como aquella vez que, mientras Caralath mataba a traición a un tipo convertido en demonio, yo me enfrentaba en cruenta batalla a un necrófago, medio desangrado y armado solo con una piedra que acabó por darme la victoria.
Hoy, Maese Telmo el Peregrino, me ha ofrecido contarles casi desinteresadamente cuáles fueron nuestras andanzas entre los bárbaros de Grandeinvierno y el pico donde habita el frío mismo.
Viajábamos por aquellas tierras septentrionales pensando que, ahora que se acerca la primavera, las montañas serían más amables con nosotros cuando, para confirmación de nuestro error, se cernió sobre nosotros una ventisca que no nos dejaba ver un palmo más allá de nuestras narices.
Además, entre la nieve y los árboles, oímos sonidos de lucha, por lo que fuimos a ver qué ocurría y encontramos a tres hombres del norte enfrentándose a una manada de lobos liderada por una horrible criatura, gigantesca, ni lobo ni hombre, a la que en su ruda lengua llaman huargo. Plantamos batalla hasta que, con una certera flecha, Hilun atravesó la cabeza del huargo y todos los demás lobos huyeron.
De los tres bárbaros atacados, dos habían sobrevivido y, siendo así su costumbre, dejaron insepulto a su compañero para conducirnos hasta su aldea, excavada en la roca y luego abandonada hacía mucho por los enanos.
Allí supimos de boca del anciano del lugar que, como todos los años, habían mandado al campeón de la aldea, Oguk, al lugar donde habita el Invierno para que encendiera el fuego sagrado y este volviera allí para dejar lugar a la primavera. Leyendas de gentes incultas, por supuesto, pero nos ofrecieron un lujoso brazalete a cambio de ir a comprobar por qué Oguk llevaba semanas sin volver, de modo que difícilmente pudimos negarnos a un pequeño paseo. Especialmente yo, que deseaba ver el lugar de las leyendas, el hogar del Caminante del Viento.
Con Ebur y Vagra, los dos bárbaros a los que habíamos salvado a la cabeza, recorrimos durante días los bosques helados, ateridos y con las barbas cubiertas de escarcha. Pero eso no fue sino el principio, pronto las cosas empezaron a ponerse realmente feas cuando alcanzamos un lugar que responde al pintoresco nombre del Paso del Huargo.
Por supuesto, con semejante nombre y por las advertencias de avalanchas que nos dispensaban los guías, entramos con el mayor de los cuidados. Claro que eso no evitó que fuésemos emboscados por bandidos que llevaban blancas capas de camuflaje. ¿Cómo podríamos esperar siquiera bandidos en un lugar tan desolado por el que solo pasa el viento? Como nos disparaban desde arriba tomamos refugio entre las rocas y devolvimos el fuego. Tanto Hilun como Ebur y Vagra tenían arcos, pero yo respondía con mi certera honda.
Por desgracia Vagra cayó en la primera oleada y ya nunca pudo saber qué suerte había corrido su hermano el campeón Oguk. Por otro lado no hubo que lamentar más bajas salvo mi mejor sombrero y el pellejo de vino del sur que llevaba bajo la armadura. ¡Por un momento pensé que lo que brotaba era mi propia sangre!
Finalmente pusimos en fuga a los asaltantes, pero la cosa no quedó ahí, pues bajaba por el paso otra manada de lobos. La esperamos listos para recibir la carga, cosa que hicimos con hombría. Fue la espada del bárbaro Caralath la que hendió la cabeza del gran monstruo lobo que los comandaba. Y sin perder un segundo el brutal gigante abrió el pecho de la criatura y devoró (¡o al menos eso les hizo creer!) el corazón crudo de la bestia. Los demás lobos salieron despavoridos sin pensarlo.
Quemamos el cuerpo de Vagra, saqueamos a los asaltantes muertos e interrogamos a uno que yo había dejado convenientemente malherido, de modo que nos pudo decir la localización de su escondite antes de morir. Extrañados por la presencia de los bandidos, fuimos hasta allí.
A las puertas del lugar que habían escogido como guarida no solo había guardias, sino también una jaula donde se encontraba una persona que, cuando Hilun se acercó sigilosamente, pudo ver que era pelirroja. Esto hizo emocionarse a Ebur, pues efectivamente Oguk era pelirrojo, de modo que esperamos a la noche para liberar al que podría ser el campeón de los bárbaros.
El rescate, aprovechando la oscuridad, pudo considerarse un éxito absoluto: mientras yo empleaba mis infalibles dotes de hondero para distraer a los dos guardias, Caralath los asesinó silenciosamente ¡con su enorme espadon!, tras lo que pudimos sacar de la jaula al que en efecto resultó ser Oguk y retirarnos antes de ser descubiertos.
La historia del campeón, desnutrido y casi muerto de frío (bien agradeció las pieles y el licor que le brindamos), fue triste en muchos aspectos, pero uno nos resultó especialmente preocupante: la cueva donde debía encender el fuego estaba ahora ocupada por un trol.
Trols, seres horribles, altos como tres hombres, de olor nauseabundo y naturaleza codiciosa. Pero tienen una debilidad y yo, como hombre formado que soy, la conocía muy bien: adoran las competiciones de acertijos y siempre cumplirán aquello que apostaron en una de ellas.
Sabiendo esto, lo provocamos de día desde el exterior de su cueva, seguros de que no podría salir a la luz del sol, y desde allí me preguntó quién era yo y cuál era mi propósito. Por supuesto me presenté como Sylvaine D'Americ, acompañado de sus guardaespaldas, que había venido desde las lejanas tierras del sur a retarlo a un concurso de adivinanzas.
Tras algunas negociaciones, decidimos que, si yo ganaba, él abandonaría la cueva para siempre, pero que de lo contrario me devoraría. Unas condiciones bastante comunes, de modo que nos pusimos manos a la obra y yo tuve derecho a hacer la primera pregunta. Sabiendo bien que los trols no saben contar hasta más de tres, aproveché para preguntarle lo siguiente:
En un valle hay dos pastores de ovejas. Cuando uno de ellos dijo al otro que por qué no le daba una de sus ovejas para que ambos tuvieran el mismo número, el otro respondió que por qué no le daba una de las suyas para tener él el doble. Entonces, ¿cuántas ovejas tenía cada uno?
Parecía una criatura especialmente astuta, pero no lo suficiente para mí, pues acabó fallando el acertijo y aceptó abandonar el lugar al caer la noche.
Nosotros esperamos que esto ocurriera encaramados en un risco cercano desde donde podía verse la entrada de la cueva. Y en efecto el trol la abandonó, pero nos dijo que, aunque como bien le había indicado, jamás volvería a ella, no había prometido dejarnos marchar con vida.
Su poderosa maza, más bien un tronco de árbol arrancado, se cernió sobre el risco y nos hizo caer aparatosamente antes incluso de que hubiera podido poner a girar mi honda. Pero peor suerte tuvo el bárbaro Ebur, que no pudo levantarse a tiempo para evitar el segundo golpe del monstruo...
Y la muerte del que había llegado a convertirse en nuestro amigo nos llenó de rabia. Hilun clavó una flecha en el costado de la criatura y Caralath, a pesar de haber recibido también parte de un golpe, casi castra al trol al meterse entre sus piernas, espada en mano.
Pero, después de que los otros dos se hubieran cobrado un huargo cada uno, este era para mí. Hice girar mi honda cargada de plomo con todas mis fuerzas y la solté hacia el trol. Apenas vivió lo suficiente para arrancarse el proyectil de la frente ensangrentada, mirarlo con sorpresa y despeñarse por el precipicio que había junto a la cueva.
Oguk entró a encender la llama como le correspondía. Mis dos compañeros comenzaron a saquear el tesoro del trol. Yo simplemente me regodeé un buen rato en mi propia arrogancia.
Luego fui a saquear el tesoro también.
Cuando salimos de la cueva el orden de la naturaleza había sido restaurado, llevábamos tanta plata como podíamos cargar, el bárbaro se había hecho con una bonita espada y yo llevaba bajo el sombrero una diadema de perlas que valdría una fortuna cuando pudiésemos venderla en Andalia, por no hablar de que me llené los dedos de anillos o del brazalete que en efecto nos entregaron cuando regresamos a Grandeinvierno o de que nos hicieran miembros honoríficos de la tribu.
Sí, un final feliz.
— Sylvaine.
Gracias por leerme. Valmar Cerenor!
Me encanta, pero has confundido los nombres, Calarath es el bárbaro e Hilun el valense xD
ResponderEliminarOh, y el paso se llamaba la Garganta del Huargo :)
Podemos aprender una lección de todo esto niños: si no tomáis nota de lo que pasa durante la partida, al menos, disimulad.
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